El Almendro
Por Lizbeth Bolaños Sánchez
Cerca de la costa de Oaxaca, en el pueblo de Tututepec, habita un almendro frente a una casita blanca. En diciembre de 1914 la gente que vivía en ella salió huyendo de la Revolución. Tomaron todo cuanto pudieron cargar en el burro y dejaron tras de sí tres costales llenos de monedas de plata. Los enterraron bajo el almendro, cuando estaba aún muy tierno. Lo hicieron de esta manera para que sus descendientes pudieran desenterrar los costales cortando únicamente las raíces. La Revolución los alcanzó y nunca nadie de la familia pudo regresar a reclamar la plata. Pasaron treinta años antes de que alguien pusiera pie bajo el árbol. Lo hizo un hombre de mediana edad llamado Moisés. Había sido un jóven campesino cuando un gringo le dijo que le daría trabajo en la ciudad de Oaxaca. Ahorró durante quince años y compró la modesta casita blanca en el cerro del Chivo. Tras la compra, escuchó de los vecinos la leyenda de los tres costales de plata, sin embargo no cortó el árbol, ya que daba sombra fresca y los frutos más dulces que había probado. A poco de cumplir dos años en la casa, el hombre murió en el monte y dejó a sus niños y esposa sin un centavo. Sin embargo, nadie consideró cortar el palo de almendra. Era parte de sus vidas. A su sombra, madres, hijas y vecinas lavaban vestidos ajenos para su sustento. Generaciones de niños se treparon en sus ramas y comieron de sus frutos hasta empacharse. Desde sus ramas, se podía ver el camino a la iglesia y al cementerio; por lo que la familia siempre estaba enterada de cuando había boda o entierro. El almendro sigue ahí, contenedor de un tesoro que por amor, nostalgia o por simple uso, nadie quiere desenterrar; pues implicaría la muerte del árbol.
¿Qué elementos de su casa pueden considerar como patrimoniales? Aquél árbol de almendra, uno que me ha acompañado toda la vida, la de mi padre y mi abuela, es el elemento que podría considerar patrimonial. En primer lugar, guarda una relación de intimidad no solo en un aspecto doméstico-familiar, sino que también es un espacio semi-público y de convivencia comunitaria. De pequeña recuerdo jugar con los hijos de los vecinos en aquél árbol, y bajo su sombra se ampararon mujeres del pueblo para platicar. Por otro lado, persiste la leyenda de los tres costales de plata, que guarda relación con los procesos revolucionarios en el sur del país, con lo cual podría añadir otra capa de “valor”. (En este caso se trataría de un valor histórico, sumado al económico y al afectivo). Más allá de si la leyenda es verdad, existe una latencia oculta que envuelve al árbol. Podría decir que es valioso por los afectos y memorias que guarda, que son los que han impedido su muerte: nadie se atreve a tirar el árbol por una especulación. Sin embargo, en los últimos cinco años se ha estado secando y las preguntas en torno a la leyenda vuelven a abrirse. ¿Acelerar algo inevitable como lo es su muerte, en pos de un posible tesoro? ¿O aferrarnos a preservar la memoria del árbol?
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Colección de fotografías. ¿Objeto patrimonial?
Por David Nigenda
Por dos generaciones en mi familia hemos guardado en una caja de acero más de 1500 fotografías que fueron tomadas a partir de la década de 1960 y en adelante por mi abuelo, mi madre o padre y alguno que otro familiar. La producción del material visual cesó entre los años 2009 y 2011, por lo que regresar a esta caja provoca una sensación de nostalgia sobre un tiempo que ya no existe. Entrando en un proceso de patrimonialización de esta colección, se logran identificar ciertos elementos importantes: el acceso, la identidad, la intimidad familiar y su relación con el tiempo transcurrido. Cabe cuestionar que si en cualquier momento alguien decide tomar nuevas fotografías y el carácter protocolario de antigüedad se interrumpe, ¿podrían surgir nuevas modalidades de patrimonio que existan en tiempo pasado y futuro más allá de un devenir cronológico lineal?

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Chiquigüite y Jícara
Por Maria del Carmen Maya Flores
Desde la perspectiva doméstica, personal y familiar, me gusta pensar que el patrimonio es algo que se considera que tiene algún valor para dejar a las generaciones futuras. En el sentido más común del término y desde la perspectiva occidental, el patrimonio tiene características únicas, como la excepcionalidad o la autenticidad. Sin embargo, desde la óptica íntima de una romántica como yo, podría considerar patrimonio en mi ambiente inmediato, cualquier objeto tangible o intangible que no solo ostente belleza, originalidad y creatividad, sino también aquello que me relacione con el cuidado de un ambiente sano y en equilibrio. Es decir, algo que valga la pena transmitir a las siguientes generaciones, y dejar a los demás para hacer un vínculo con la sustentabilidad, con lo natural. Quizás incluso podría pensar que así fue como mis antecesores lo hicieron conmigo. En mi experiencia personal, un chiquihuite y una jícara de guaje dan cuenta de la transmisión de los saberes de mis antecesores. La técnica con la que fueron realizados y su nombre encierran un vínculo con el entorno. También me parece importante que estén construidos a través del uso de los materiales que provienen de la naturaleza, esa entidad que no entiende de ese valor ficticio que hemos dado al dinero. En este sentido, los materiales se vuelven cómplices de nuestra imaginación y necesidad utilitaria. Podría pensarse que, en el ámbito doméstico, son únicamente usados como objetos funcionales, pero también representan la importancia de ciertos valores y la fortaleza de esos vínculos.

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