En gran parte de la Península de Yucatán las formaciones de piedra kárstica han dado lugar a cuerpos cavernosos que en su mayoría se conectan entre sí. A los cuerpos inundados se les llaman cenotes, mientras que los espacios secos o con pequeños afluentes de agua son cuevas. Ambos espacios han sido aprovechados por distintos grupos humanos a lo largo de la historia, prueba de ello no sólo la encontramos en los restos materiales, sino en su temprana conceptualización. Mientras que cenote, como propone Juan Carrillo, posiblemente deriva de la palabra maya ts’ onot que se traduce como “agua dulce o muy hondo pozo” (Carrillo 2019, 44; Barrera 1980, 889-890), la palabra para cueva en maya deriva de Ch’e’en traducida como pozo o cueva se encuentra desde el periodo Clásico representada por el logograma CH’EEN (Vogt y Stuart 2005, 155-185). Lo anterior nos muestra la profunda relación entre estos cuerpos cavernosos y la cosmovisión maya, donde ambos son nombrados de manera constante en los distintos soportes desde la época prehispánica, y continúan presentes en la época colonial, cuando, de acuerdo con las fuentes, las cuevas todavía se utilizaban para llevar a cabo ciertos rituales de fertilidad y como refugio para aquellos mayas que huían de las congregaciones hechas por los españoles; mientras que en la llamada guerra de castas, resguardaron a los mayas combatientes (Carrillo 2019; Chuchiak, 2019: 235).
En general, la cueva en la región mesoamericana ha sido concebida como una puerta de entrada al inframundo y como un espacio de creación similar al útero materno donde comienza la vida. De acuerdo con los mitos mesoamericanos los primeros hombres salieron de una cueva que en la tradición nahua lleva el nombre de Chicomoztoc (Florescano 2004, 213).
La cueva es el lugar de origen y retorno, a ella regresa lo marchito y lo descarnado, que a través de un proceso cíclico de renovación será reintegrado a la tierra para abonarla y así participar en el nuevo ciclo de vida.
Complemento de las cuevas son las montañas, vistas como lugares de abundan- cia de los mantenimientos, de donde proviene lo necesario para la subsistencia.
A nivel simbólico, sabemos que las cuevas y las montañas formaban parte de un paisaje ritual común entre los antiguos pobladores de Mesoamérica, y cuando no existían de manera natural, las creaban (Moyes y Brady 2012, 151-172). Este binomio de cueva-pirámide lo encontramos en distintos sitios arqueológicos; es posible que el más conocido sea el formado por la cueva localizada debajo de la pirámide de la Serpiente emplumada en Teotihuacan; se trata de la entrada hacia el inframundo, donde un largo túnel se conecta con una cueva de tres cámaras que fue excavada ex profeso para replicar un paisaje montañoso atravesado por ríos del inframundo hechos con mercurio líquido. Esta cueva representa el axis mundis o la conexión entre los distintos niveles del cosmos (Gazzola 2022).

En la región maya, no sólo se encuentra esta relación entre el cenote como fuente de agua y los sitios arqueológicos, como es el caso del Mayapan y de Chichen Itzá, lugares donde existe un cenote muy cerca de las estructuras principales. Recientemente se descubrió debajo del Templo de Kukulkán en Chichen Itzá un cenote natural que probablemente se concibió como entrada a otras realidades, como el inframundo o la región de anecúmeno, aquel espacio donde habita lo sagrado y al que sólo puede acceder el iniciado a través del ritual, que es opuesto al ecúmeno, el lugar que habita el ser humano (López 2015,11-49; Velásquez 2019,88-98).
La Península de Yucatán también es conocida como las “Tierras bajas” por tener una geografía que en su mayoría carece de elevaciones. Irrumpe la planicie una pequeña cordillera llamada actualmente “Sierrita de Ticul” o región del Puuc, nombre que refiere a dichas elevaciones naturales que no rebasan los 200 msnm (metros sobre el nivel del mar). En esta región se asentaron importantes sitios arqueológicos como Uxmal, Oxkintok y Kabah, por mencionar algunos. Esta Sierrita atraviesa los actuales municipios de Maxcanú, Opichen, Muna, hasta llegar a la zona de Tekax (Arzapalo, 1995: 652; Barrera, 1995: 18-25). En la “Sierrita de Ticul” han sido reportadas desde finales del siglo XIX cuevas intervenidas con arte rupestre. Una de las primeras menciones será de Henri C. Mercer (1923: 35-39), quien fotografío por primera vez Aktun Ceh, o la cueva del venado. Asimismo, el trabajo de Andrea Stone y Matthias Strecker dieron luces sobre un corpus iconográfico compartido en la región, donde las manos y seres descarnados son imágenes constantes en la misma (Strecker 2003, 53-77). El grupo espeleológico Ajau, desde finales de la década de los noventa del siglo XX ha aportado un amplio registro al trabajo de los sitios con arte rupestre, así como sólidas propuestas de interpretación, junto con arqueólogos como Eunice Uc González, Luis Santiago y Alfredo Barrera Rubio (Strecker 2003; Santiago 2000; Tec 2016; Stone 1997).
A pesar de los grandes esfuerzos por sistematizar la información, aún sigue siendo una tarea pendiente un mapa regional con las cuevas de arte rupestre del Puuc, que nos permita comprender las relaciones entre este tipo de espacios y los sitios arqueológicos de la región.
Pero, poco a poco, se va echando luz sobre este amplio patrimonio rupestre, donde, las cuevas comienzan a entregar información, qué, interpretada a la luz de las fuentes epigráficas, así como con las imágenes que aparecen en otros sitios con arte rupestre de tradición maya, nos permiten seguir con el trabajo de registro e interpretación.
Aunque el patrimonio rupestre en la Península de Yucatán es extenso, aquí solo retomaremos algunos elementos de Aktun Ceh, una cueva en Opichén donde la presencia de rostros y venados es una constante (Figura 1).

Como visitantes, cuando ingresamos a lugares como Aktun Ceh, estamos en espacios que fueron significados por otros sujetos como lugares sacros. Para nosotros es tentador hablar desde las sensaciones que experimentamos al ingresar, como el cambio de presión y temperatura, la excesiva humedad, e incluso el cómo se verá alterada nuestra percepción por la oscuridad en pleno día. Estas sensaciones nos vinculan con el paisaje y estarán mediadas por el conocimiento que poseemos sobre aquellos lugares, por tanto, hablar desde nuestro aquí y ahora, nos sitúa como sujetos de la percepción, pero también nos aleja de otras epistemologías.
Al ingresar a estos espacios nuestras sensaciones distan de aquellas que enfrentaba el sujeto inmerso en la cosmovisión mesoamericana, donde la cueva es un espacio de ingreso hacia el inframundo. Para nosotros, se trata de una cavidad natural, donde existen restos materiales de otras culturas, e incluso podemos experimentar el temor a lo desconocido que parece ocultarse en la oscuridad, pero no la concebimos como la antesala del infierno.

Entonces, ¿cuál será nuestro punto de encuentro entre culturas antiguas y nuestro aquí y ahora? Quizá sea el conocimiento acumulado en las comunidades y en la academia el que nos permita acercarnos a aquellas formas de experimentar el entorno, a partir de concebirlo desde otras epistemologías como un espacio vivo que tiene conciencia sobre sí mismo y que puede actuar a favor o en contra de sus visitantes. Para llegar a este punto, será necesario conocer las fuentes que nos hablan de su cosmovisión, como son los textos epigráficos, los códices, las fuentes del siglo XVI, así como los estudios derivados de la interpretación de estas fuentes y los saberes que las propias comunidades comparten sobre su entorno. Este conocimiento nos permite apreciar el contexto en el que se generaron las imágenes del arte rupestre, siempre como un reflejo con vacíos al que sólo podemos acceder parcialmente.
Cuando recorremos los sitios, inevitablemente lo hacemos desde nuestro aquí y ahora, pero con información que nos permite saber que estos lugares fueron conceptualizados como espacios de encuentro entre la tierra y el inframundo. Son lugares para solicitar a los ancestros y a los dueños a través del rito, el permiso para obtener las dádivas de aquellos seres, así como para agradecer los favores recibidos o esperados con la ofrenda que se entrega.
La mayoría de las imágenes en Aktun Ceh se constituyen por rostros diseminados en la cueva; parecen vigilar y esperar (Figura 2). Nos preguntamos si representan aquellas “fuerzas anímicas” que los especialistas han interpretado como fuerzas que dotan de vida y pueden residir en el cuerpo y en la naturaleza, similares al alma occidental o el Tonalli entre los pueblos nahuas (Velásquez 2015, 188-193), éstas pueden residir en la cueva o estar ahí de paso, en espera de habitar un cuerpo. Los rostros también pueden ser las representaciones físicas de los dueños del lugar. Las caras no están solas, las acompañan un par de venados, tal vez como augurio de lo que se espera cazar o como la prefiguración de la fertilidad (Figura 3).
En la cosmovisión mesoamericana el venado es una figura con múltiples funciones, puede ser el sustituto de la ofrenda (Olivier 2015, 287) o protagonizar ritos de entonación a partir de la caza ritual (Olivier 2015, 359). Entre los mayas contemporáneos, el dueño de los animales es el Zip o Sip, aquel que deja salir a sus animales para que sean cazados (Gabriel 2006, 106); éste es representado como un venado con una gran cornamenta y un panal de miel entre las astas, que tiene la facultad de otorgar el permiso para cazar, a través de una piedra que unos cuantos cazadores afortunados encuentran dentro del estómago o el buche de una presa; es un Tunich Ceh, amuleto que le permitirá a su poseedor cazar un número determinado de animales (Villa Rojas, 1987:294-295).
Poca certeza hay en los venados grabados y sus vínculos con la fertilidad, la caza del venado y la reproducción del mismo, o si se trata de una hembra con su cría como promesa de renovación de los recursos; pero las fuentes consignan la importancia del cérvido entre los mayas prehispánicos, tanto como animal de caza que posiblemente era consumido entre las élites (Götz 2009, 873-889), como por su relación con una de las personificaciones de los espíritus Way (Grube y Nahm 1994: 686-715), los cuales se concebían como seres sobrenaturales que los especialistas han optado por nombrar “coesencias” (Houston y Stuart 1989:6; Velásquez, 2015 188-191), aquellos entes de cualidades airosas que transitaban entre el Ecúmeno y el Anecúmeno.
Es posible que los venados de Aktun Ceh se nos presentan como figuras guardianas de los recursos, acompañadas por rostros que han sido labrados en distintos espacios de la cueva como imágenes de otras entidades anímicas que también resguardan y habitan en el lugar de manera transitoria o permanente para regular la entrega del sustento al hombre a partir del ritual.
Los rostros que observamos y nos regresan la mirada nos permiten acercarnos a antiguas concepciones sobre el paisaje, donde la presencia de estas imágenes no sólo reconocía sino que incentivaba el diálogo con lo sobrenatural, convirtiendo a la imagen en un puente entre los seres humanos y sus deidades (Figura 4.)

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